En el ejercicio de mi profesión y desde las experiencias que vine a vivir para cumplir con el propósito de mi alma me he encontrado con historias bastante fuertes, experiencias que jamás quisiera tener en el activo de mi existencia, sin embargo, hace poco llegaron a mi consultorio un par de jóvenes universitarios, los cuales atendí por separado y sin esperarlo, han sido detonadores de sentimientos de impotencia frente a una realidad que quisiera poder cambiar.
Estamos pasando por una era de incontable información, pero de inevitable desconocimiento ante lo verdaderamente importante, vemos a diario jóvenes expertos, genios, agudos en sus pensamientos y críticas promoviendo protestas, demasiado inteligentes pero llenos de dolor emocional, incertidumbre existencial y al borde de crisis nerviosas que los ha llevado a medicaciones y aislamiento y no precisamente por el COVID.
Nuestros jóvenes, nuestros impulsadores de cambio y esperanza están experimentando fuertes sucesos completamente solos, decimos como padres que amamos a nuestros hijos y que por esa razón trabajamos demasiado, pero ¿de qué manera esa manifestación de amor está contribuyendo al sano desarrollo emocional de ellos?
Uno de los jóvenes, un genio musical, frustrado por el hecho de adquirir medicamentos que le impedían actuar de manera “normal” quitándole toda autonomía y consciencia buscaba cómo quitarse el dolor del cuerpo y el estrés que le generaba, a sus apenas 25 años, asumir responsabilidades con el mundo entero.
Decía sentirse en una prisión, sin poder encontrar salida para poder complacer a todos y aún así seguir haciendo lo que ama, la música. Es aceptable, me pregunto, ¿que como padres desconozcamos qué están viviendo en su interior nuestros hijos? ¿Puede un patrimonio económico, o unos gustos materiales pagar el precio de la angustia existencial, la ansiedad e incluso la salud de nuestros jóvenes?
El otro joven, con menos edad, finalizando su universidad me exponía, con su voz entrecortada, que no quería tener el carácter de su padre y que, al darse cuenta de tenerlo, solo deseaba saber cómo arrancarlo de si mismo, “no veo la hora de irme, de abandonar todo esto, porque, para ser invisible estando aquí, lo soy de forma real, estando lejos”. Su llanto era imparable, su dolor lo ha acompañado más de una década, ¿Es justo? El miedo a ser padres conscientes nos está impidiendo ver lo que nuestros jóvenes necesitan.